martes, 22 de noviembre de 2011

El Norte

                               El   Norte
                       Humberto Moreno Velázquez
Tal vez el viento suena como plañidera de las nubes que embadurnan los cielos y
estampan en los ventanales las mixturas de la arena con desechos de las hojas
de los arboles marchitos, aventando sus estruendosa voces hacia las debiluchas
figuras de los edificios inermes, tambaleándolos en permanentes vaivenes, meciéndolos
en veleidosos ritmos que arrastran sonidos espectrales gimientes y  estrepitosos en
azarosa intermitencia, que fugaz amenaza el parsimonioso confort de los pobladores.
El chirriar de los roces de las azotadas palmeras invocan un sentido de complacencia de
los moradores de estas cavidades habitadas, que  asustados transparentan los  temores que
  albergan en sus corazones; en su inconsciente  evocan los viejos rituales de
los primeros hombres que nunca entendieron las fuerzas naturales y crearon divinidades que se
arraigaron en sus primitivas y frágiles almas.
Gota a gota el agua penetra arrogante, arremetiendo en contra de las vulnerables corazas,
lamiendo las paredes calizas y desprendiendo un olor  que penetra en los poros de manera
evanescente, las siluetas apenas se mueven buscando protegerse de la amenaza inclemente que
se entremete de cuando en cuando en sus vidas.
Fragoroso el  trueno concluye lo que el rayo empieza aturdiendo las conciencias vivientes que
paso a pasito caminan torpemente, vislumbrándose apenas sus contornos por la penumbra
provocada por el fenómeno.
Hay un temor fascinante por el eventual atropello que deja una huella a estos seres al final,
indemnes; repentinamente el flujo del aire se detiene y abandona su tenacidad, la avalancha del
torrente ha cesado también y el inconstante ambiente vuelve a ser lo que era para regocijo de los
sitiados personajes. Hay un tiempo nuevo, la vida vuelve a ser la misma. Es un nuevo amanecer.

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